Libertad

Por fin he terminado la carrera. Por fin soy libre, al menos unos meses, hasta que empiece la vertiginosa etapa de buscar un trabajo, una ubicación, un futuro. Debido a esto, decido dejar mi ciudad de provincia y hacer algo diferente para despejar la mente. Una visita a la capital, sin ningún propósito más allá de pasear por sus pintorescas calles y posiblemente por algún museo, me parece un buen plan. Y aquí estoy.

Madrid, la «capi», el lugar de las oportunidades en un país asolado por la crisis económica (y de valores) y, lo que es peor, por la resignación, me recibe con los brazos abiertos. Es una mañana brillante de primavera, calurosa, preludio de lo que promete ser un verano abrasador.

Decido coger el metro para llegar rápido (y barato) al centro: Plaza Mayor, barrio de La Latina, Puerta del Sol, calle Alcalá, Plaza Cibeles, Paseo del Prado… sí, parecen buenos lugares por los que perderse para encontrarse. Bajo las escaleras en la estación de Chamartín, y me sumerjo de lleno en la vida paralela que ocurre en el subsuelo. El tren tarda poco en llegar, dos minutos apenas, cosa que se agradece, porque todo el mundo parece tener prisa. Inclusive la joven árabe que espera a mi lado y que, increíblemente, es capaz de amamantar a su criatura de pie, mientras espera cargada de bolsas.

Son cerca de las 11 del mediodía y la hora punta hace rato que ha pasado, así que tengo la suerte de que el vagón no va demasiado lleno y puedo ir sentada. Eso me permite observar a las personas que viajan conmigo en este pequeño habitáculo. Está la chica árabe, que continúa amamantando impasible a su bebé y sujeta cientos de bolsas como si llevase toda la vida entrenando para hacerlo, sin que le tiemble apenas el pulso. Hay un chico que lee unos papeles que por su aspecto deben ser apuntes de alguna asignatura, parece agobiado, probablemente tenga un examen y no lo lleva del todo bien. Tres estaciones después, se suben dos trabajadores con los uniformes llenos de manchas de pintura y las caras llenas de arrugas con sus poco más de 40 años. También va una joven que teclea compulsivamente su móvil, creo que está discutiendo con alguien, lo percibo en su rostro crispado y sus tensos movimientos de muñeca. Las demás personas no me llaman especialmente la atención, a excepción de sus miradas perdidas en el infinito y sus rictus de resignación y cansancio. Probablemente acudan a trabajar en algún puesto a turnos.

Después de varias estaciones en las que ni sube ni baja nadie, llego a Sol, donde tenía pensado apearme. Pero entonces sube un personaje que llama mi atención, y decido apearme en la siguiente. Es un chico de unos veintipico años, con una gran perilla, mochila en la espalda y que viste gorra, pantalones anchos caídos y camiseta negra. Pero lo más peculiar es que porta una especie de carrito de la compra en el que lleva instalado un altavoz, un pequeño lector de discos y un micrófono. Después de subir, programa una melodía en su improvisada mesa de mezclas y comienza a cantar. Mejor dicho, a rapear, sin importarle para nada las miradas de indiferencia que le dirigen las personas que viajan en el vagón. Rapea con los ojos cerrados, concentrado en cada sílaba, en cada letra. Parece estar disfrutando enormemente. En su canción habla sobre la libertad, sobre lo que nos han hecho creer que este concepto significa.

Le miro maravillada porque lo hace muy bien, y se nota a la legua que está haciendo lo que realmente quiere en la vida. Aunque nunca ascienda al estrellato, aunque sus rimas se queden para siempre bajo tierra. Le miro a él, y miro a las personas cansadas, agobiadas, enfadadas y resignadas que nos acompañan, y sé que no son ellos (aunque tengan trabajos agotadores, aunque tengan móviles de última generación con los que discutir con sus parejas, aunque vivan en la ciudad de las oportunidades), ni yo (que acabo de terminar la carrera y tengo dos meses para descansar), sino él, la persona más libre de este metro que acaba de llegar a la siguiente estación. Aquí sí me bajo. Para disfrutar de mi efímera libertad.

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Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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