Un buen día, abres los ojos.
Te das cuenta de que el tiempo no tiene opción rebobinado.
Te duele y a la vez te alegra ¡qué extraña mezcla de sentimientos! recordar las tardes despreocupadas de la infancia, y la magia que envolvía cualquier situación cotidiana. La grandeza de ese mundo proyectado que se escondía detrás de un “te quiero” de tu primer amor. Sonríes al pensar en aquél amigo que te dejó ir por un sendero diferente al suyo, a sabiendas de que quizá, el final no haya llegado todavía y esos senderos se vuelvan a reunir en un punto en el que la concordia y la sinceridad venzan a la disputa. Haces balance de los sueños que alguna vez formaron parte de ti mismo. ¿Cuántos ya no existen? Algunos se han desvanecido en la indiferencia, otros, simplemente se quedaron en el tintero. ¿Y los que se han cumplido? Sabes muy bien que fueron los que en algún momento tuviste el valor de acometer.
Comparado con todos esos recuerdos, el presente te parece vacío, romo, insustancial. Por mucho que mires, ya no encuentras formas en las nubes, ni sentido a la sucesión de amaneceres y atardeceres. Intentas dibujar en la sombras de la noche un oráculo que te permita adivinar si algún día volverás a tener todo aquello que tenías.
¡Despierta! La vida es de los que se atreven a vivirla. Acomete tus sueños, no los dejes en el tintero ni perecer en la indiferencia. Enamórate otra vez, construye nuevos mundos detrás de nuevos “te quieros”. Busca puntos de confluencia en senderos divergentes. Y reencuéntrate con la magia de lo cotidiano.
El tiempo no tiene opción rebobinado. Así que nunca lo desaproveches pensando lo maravilloso que era todo antes, y construye el edificio que quieres con la única herramienta de la que dispones: el presente.
Lo que la nada me enseñó 