Por un momento, dejé de ver a todas las personas que me rodeaban.
Sólo era capaz de percibir sus sueños inconfesables, sus miedos, sus aspiraciones, sus amores, sus desamores, sus noches de insomnio y sus millones de preguntas sin respuesta.
Este mar de emociones era una especie de bruma que flotaba por encima de sus cabezas y modulaba sus expresiones faciales y sus pasos en aquella sala. Y la bruma penetró, de alguna manera, dentro de mí, todo se entremezcló en mi interior, como se mezclan los licores en una coctelera. Ya no era capaz de distinguir qué pertenecía a quién, sólo supe que debía hacer algo con todo ese conocimiento que había adquirido de repente, sin buscarlo, sin pretenderlo. En esa etapa tan temprana de la transformación, ya podía intuir que lo más difícil iba a ser adivinar qué debía hacer, y cómo. Pero ellos estaban ahí, esperándome, de alguna manera el cosmos había decidido que debía ser yo quien iluminase sus plomizas oscuridades. De manera que no podía quedarme quieta. Y comencé a buscar. Sin olvidarme de empezar por mí misma, porque, muy probablemente, la respuesta estuviese más cerca de lo que pensaba.
(…)