“La religión es el opio del pueblo” decía, no sin razón, Karl Marx.
Un velo que ha cubierto la existencia de millones de seres humanos durante milenios.
El surgimiento de los dogmas es algo perfectamente entendible y justificado en el contexto de la aparición y progresiva evolución de la inteligencia y la capacidad de pensar y razonar. En esa tesitura, es inevitable que aquellos primeros pensadores humanos comenzasen a hacerse las preguntas, aún hoy no respondidas ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿por qué estoy aquí? ¿de dónde ha surgido todo lo que me rodea? ¿cuál es el fin último de la vida? ¿qué hay tras la muerte?
De esta forma, en un intento de dar respuesta a todas estas cuestiones, y sin olvidar también la contribución del temor a lo desconocido, y más concretamente a la muerte, comienzan a florecer creencias, dioses, intermediarios de dioses en la tierra, ideas de paraísos y reencarnaciones tras la partida.
Y así surgen, y poco a poco se van transformando en antologías de normas y preceptos que guíen la moralidad y el comportamiento de las sociedades, si bien autores como el primatólogo Frans de Waal, y el psicólogo Matt J. Rossano opinan que “la religión es un ingrediente especial de las sociedades humanas que surgió miles de años después de la moralidad”.
A mi modo de ver las cosas, e independientemente de su origen, el asentamiento definitivo de las religiones tuvo mucho que ver con la ambición sin límites del ser humano. Muy pronto, las personas que manejaban los hilos de la política y de la economía vieron en ellas un instrumento eficaz para someter a los pueblos y así lograr más fácilmente sus propósitos, de ahí que, durante siglos, política y religión fuesen de la mano. Sembrando el miedo en la gente se conseguía que fuese dócil y manejable, y soportase abusos como elevados impuestos, carencia de derechos básicos y un largo etcétera de tropelías. Durante siglos se mantuvo a millones de personas en una oscuridad absoluta. Con el pretexto de llevar la fe se emprendieron guerras de religión, se diezmó a la población nativa de América y se esquilmaron sus recursos… El opio del pueblo, sí señor.
Y todo ello sustentado en un credo lleno de contradicciones (y aquí hablo del credo católico, aunque sospecho que en otras religiones monoteístas ocurre algo similar) que, si bien han estado presentes durante toda la historia, hoy en día, con el supuesto desarrollo de la humanidad, aún son más tangibles.
Por ejemplo, dicen los defensores de esta doctrina que Dios lo perdona todo. Que todo ser humano es creado a su imagen y semejanza, y digno de respeto como miembro de la gran familia humana. Pues no entiendo para qué existe el infierno, si todo se perdona. Quizá para los homosexuales, pues su forma de amor es inconcebible para esa Iglesia que presume de tolerancia y respeto. Puede que para nosotras, las mujeres, consideradas poco más que un objeto a la zaga del hombre y de mucho menor valor. O a lo mejor para las personas que cometen el terrible error de creer en otras religiones o de atreverse a pensar diferente, y a las que se ha tratado de doblegar o eliminar insistentemente a lo largo de la historia, véase por ejemplo la cruzada albigense contra la creencia cátara, la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la expulsión de los moriscos por Felipe III, la existencia de la Inquisición como instrumento de represión y castigo a todo aquel sospechoso de no actuar de acuerdo a las normas de la fe católica y considerado, por tanto, hereje. ¿Dónde está la tolerancia y el respeto en estas acciones?
La fe católica tiene otro principio que se basa en el amor por la vida humana. La «gente bien», como se autodenominan, alardea de que ama la vida, en palabras del filósofo Bertrand Russell. Y yo me pregunto: ¿amar la vida es pretender lastrársela a familias que no tienen dinero para pagar las facturas a fin de mes, obligándolas a asumir el cuidado de un hijo que va a venir a un mundo que no es un jardín de rosas, sino más bien una selva llena de fieras? ¿Obligar a niños a nacer con graves anomalías y a vivir una existencia ruin y miserable? No. Para mí, eso no es amar la vida. Amar la vida es procurar que el mundo sea mejor, que todos los seres humanos que ya viven en él disfruten de una existencia digna (y repito, TODOS).
También dicen que la pobreza es uno de los pilares en que supuestamente se sustenta el dogma católico. Los religiosos afirman que no tienen nada, y resulta que son dueños de edificios, obras de arte, tierras… que por añadidura, en nuestro país no están sujetas a la misma obligación fiscal que el resto. Se escudan en el voto de pobreza, según el cual, nada es propiedad de ningún religioso en particular, sino que es propiedad de la Iglesia… qué maniobra más inteligente, de verdad, aquí he de quitarme el sombrero ante su maestría para hacer la ley… y la trampa.
Y podría seguir hablando de la lista interminable de contradicciones y despropósitos de la religión, pero me excedería demasiado en extensión. Y, a pesar de todo, también tiene cosas buenas, como todo en esta vida, siempre hay algo positivo, por muy negras que se vean las nubes.
La religión ha ayudado durante generaciones a calmar el temor a la muerte, a lo desconocido. En su seno han surgido personas que han realizado una labor verdaderamente encomiable, por ejemplo la Madre Teresa de Calcuta. Existen instituciones que ayudan a la gente que lo necesita, como Cáritas. Por su causa tenemos catedrales, monasterios, mausoleos, pinturas, esculturas, tallas… auténticas obras de arte que han de atesorarse en el patrimonio histórico y cultural del ser humano.
Ojalá pudiéramos quedarnos sólo con lo bueno que nos han aportado, y desechásemos de una vez lo negativo y que aún hoy sigue cortando las alas de las personas. Ojalá todo lo injusto, contradictorio e irracional de las religiones quede, algún día, enterrado en el olvido. Ojalá se terminen imponiendo de verdad la razón y la luz, como se atrevieron a soñar aquellos intrépidos pensadores del XVIII. Ojalá el opio termine siendo únicamente un producto de la adormidera.
Entonces, seremos un poquito más libres.