Minerva estaba tumbada sobre su cama. Por la ventana se filtraba la tenue luz de aquella tarde lluviosa, y a su alrededor sólo se escuchaba el silencio de la habitación, únicamente roto por el golpeteo de las gotas de agua cayendo al balcón desde el tejado, que parecían la banda sonora perfecta para todos los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza.
Siempre le había llamado la atención la ambigüedad con la que se comportaba frente a la soledad. En las largas tardes de estudio en los tiempos de la facultad, pensaba que siempre sería su compañera más fiel, su baluarte desde donde poder construirse a sí misma sin ser interrumpida. Pero al mismo tiempo la aborrecía, la sentía como un pesado grillete que alguien había colocado en su alma, ávida de compartir y conectar. Apenas sí la dejaba tranquila algún rato de ocio, cuando salía con sus amigos, o cuando se atrevía a hablar con algún chico desconocido a la puerta del bar más mugriento de la zona de marcha, o cuando visitaba a lo que quedaba de su familia, o cuando preguntaba a alguien por la ubicación de una calle, algo que le parecía tan auténtico -en un mundo cada vez más de mentira- que aún seguía haciéndolo y resistiéndose a utilizar el GPS que -como casi toda la gente- tenía en su teléfono.
Sabía perfectamente que todos esos contactos eran sucedáneos de algo mayor, que en realidad la soledad seguía recubriendo cada repliegue de aquellos momentos de intercambio fugaz, sabía que la soledad es un absoluto que sólo puede ser derrotado por algo más absoluto que ella, algo más luminoso, algo más denso, algo más perpetuo que un simple “hola, ¿qué tal?”
Y ahora que Juan había llegado a su vida, que la había llenado de repente con su absoluta luz, con su densa perpetuidad, se sentía desconcertada. Había pasado tanto tiempo imaginando aquel momento, que ahora no sabía cómo comportarse. Necesitaba precisamente estar sola, no pensar en él, no tener nadie a quien contarle nada, necesitaba hablarse sólo a ella misma, tener a su alrededor únicamente el sonido del silencio y de la lluvia.
Se levantó de la cama y se dirigió a la cocina. Se sirvió una copa de vino y conectó el hilo musical, al cual tenía asociada su cuenta de Spotify. Comenzó a sonar Nuvole Bianche, una de sus piezas de piano favoritas. La belleza de aquella melodía contrastó de forma súbita con la aspereza de sus pensamientos. Estaba enfadada consigo misma. Todos aquellos años en los que creía haber ganado la batalla del autoconocimiento no habían servido para nada, cada vez lo tenía más claro. Había pecado de arrogante con la idea de su madurez. Seguía sin entenderse, era una contradicción con el pelo rubio y la piel blanca. A sus 32 años, todavía era aquella niña tímida y asustada que pensaba que había dejado de ser. Había llorado durante noches porque echaba de menos el calor, y ahora que se abrasaba, parecía necesitar otra vez el viento helado que le golpeaba en la cara y al que había intentado hacer frente sola sin conseguirlo en otros tiempos que ahora se le antojaban demasiado lejanos.
Se había jactado de saber, y no sabía nada.
“¿Cómo entender a otras almas, si ni siquiera puedo entender la mía, en la cual debería ser experta?” se preguntó, tras dar un largo trago a su copa de vino.
Aquella pregunta continuaría atormentándola durante días, pero en aquel momento tuvo que volver a la realidad. Su teléfono vibraba con insistencia, y tuvo que revisarlo, muy a su pesar.
-Estela ha tenido un accidente. Aún no sabemos cómo ha sido, pero parece grave- le dijo Juan con la voz entrecortada.
(…)
(Imagen tomada de pixabay.com)
Una nota de suspense final. Un abrazo.
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