Aprisionada entre cientos de personas.
Nunca había sido amiga de las grandes aglomeraciones, pero en esta ocasión sentía que no podía faltar.
Verlo allí, en el escenario, siendo coreado por miles de jóvenes, despertaba en su interior sentimientos encontrados. El ascenso de él al estrellato había sido tan rápido, como precipitada la caída de ella al agujero más profundo. Tenía cerca de 30 años, y sentía que toda su vida ya había pasado ante sus ojos, monótona, fugaz, escurridiza.
La noche de principios de verano era cálida, las canciones que Marcos cantaba sonaban a un volumen insultantemente alto, hablaban de amor, de desamor, de amistad, de pasado, de futuro, de vida. Niñas de 20 años chillaban con regocijo, mientras daban largas caladas a cigarros de sustancias de dudosa legalidad y bebían sus litronas y garrafas con mezclas misteriosas de colores.
Cristina miraba alternativamente al mar de gente en que estaba inmersa y que le separaba de él, y al escenario, donde él se desgañitaba, tan ajeno, tan presente. «Todavía parece aquel adolescente del que me enamoré» pensó, con una mezcla de dolor y simpatía. Llevaba una gorra con la visera hacia atrás, su pelo rubio se dejaba entrever por un semicírculo de la prenda en su frente, camiseta ancha, el mismo tatuaje en el brazo derecho, que le había costado una regañina de su madre a los 16 años. Tocaba la guitarra con soltura, al mismo tiempo que acariciaba el micrófono con sus suaves labios, aquellos labios que le habían descubierto el camino al paraíso tantas noches. Las luces la deslumbraban intermitentemente, pero no tanto como la visión de un Marcos que parecía haberse congelado en el tiempo.
Durante todos estos años había luchado Cristina por borrarle de su mente, sin éxito. Siguió encontrándole en cada extraño con el que había vuelto a casa en las noches de desenfreno de la universidad, en cada canción triste que la sorprendía los domingos por la tarde mientras se duchaba, en cada gota que salpicaba su retrovisor los días de borrasca. Terminó la universidad, comenzó a trabajar, se despidió de dos amores más, pero Marcos seguía ahí, indeleble, con su sonrisa de media luna, su pelo ambarino, sus acordes y su voz rasgada. Tenía talento, por supuesto. Por eso a Cristina no le extrañó ver que su canal de YouTube iba aumentando en seguidores a una velocidad de vértigo, ni de encontrarse su nombre, años más tarde, en un cartel de un aclamado festival.
Nunca habían vuelto a hablar desde aquel día en que, tras una acalorada discusión con sus padres, quienes nunca aceptaron ni a Marcos ni a sus canciones, había decidido arrancarle de su vida, ignorando sus lágrimas, sus súplicas, sus “no te vayas, Cris” entre sollozos. Sin saber que en realidad, lo que se estaba arrancando era su propia felicidad a jirones.
Las canciones se sucedían una tras otra, Cristina las escuchaba con ansiedad, tomando cada vez mayor conciencia de que, con cada una de ellas, se esfumaba una de las últimas oportunidades que tenía de enmendar su error. Maldijo a las jovencitas que tenía a su alrededor, qué sabrían ellas de amar a aquel chico que saltaba en el escenario.
Poco a poco se había ido aproximando a la parte delantera de la marea humana. Su propósito no estaba allí, sino en la zona trasera del escenario. Cuando consiguió llegar, esperó pacientemente, mientras observaba la horda de seguratas que fumaban, aparentemente, despreocupados. Al poco, escuchó que Marcos anunciaba un descanso en el concierto. Esperó unos minutos más, su corazón latía desbocado. Entonces le vio cruzar el breve espacio entre el escenario y el backstage. Un grito desgarrado salió de su garganta:
—¡Marcos!
Él no pareció oírla, y se perdió en dirección a su camerino. Ella corrió hacia él. Unos brazos la agarraron con fuerza, y la impidieron proseguir. Varios seguratas la sujetaban, pero ella no cejó en su empeño, gritó más fuerte, lloró, pataleó, escupió a los rostros de aquellos hombres que la separaban de su objetivo, cual adolescente enloquecida. Una fuerza sobrenatural parecía poseerla, era la fuerza del amor reprimido durante años, la pena, la desesperación, la urgencia… y consiguió soltarse. Corrió, como si le fuera la vida en ello. Irrumpió en aquella habitación con ímpetu.
Allí estaba él, sentado al lado de una bella joven que acariciaba su pelo rubio y besaba sus suaves labios.
(Imagen tomada de pixabay.com)
Excelente relato Lucía. desarrollas un personaje atrapado en un pasado que quizás tuvo más ensueño que realidad. Un saludo.
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