Pasaban seis minutos de la hora acordada. Carmen jadeaba ligeramente cuando llegó a la cita.
Mateo, su abogado, la saludó con un discreto apretón de manos, que hizo que sus delgados nudillos crujieran levemente ante la presión y el breve bamboleo en el aire. Acto seguido, la invitó a sentarse, y él hizo lo propio en su sillón de cuero giratorio.
—No la voy a engañar, las cosas están complicadas —le dijo, mientras señalaba los legajos que tenía delante—. He estado revisando el historial de su caso, y por más que busco recovecos legales, tiene usted las de perder.
—Pero ese hijo de puta de mi ex podría cometer un error en cualquier momento —murmuró Carmen, con una expresión de enfado y amargura en su rostro macilento.
Mateo suspiró, impaciente.
—Su conducta ha sido completamente errática en los últimos meses, Carmen. No veo cómo puedo justificar ante el juez la noche que la encontraron tirada en la puerta de un local de copas, semiinconsciente, mientras los niños lloraban a gritos, solos en casa. O esa mañana en la que les envió al colegio con ropa de verano, en pleno diciembre. Por no hablar del día que tuvo que acudir la policía a la llamada de los transeúntes, que presenciaron cómo tiraba usted pintura al coche que conducía su marido.
—La culpa de todo eso es de él. Él fue quien me dejó por esa zorra. Yo sufrí una crisis nerviosa. ¡Tengo informes médicos! —chilló Carmen —. ¡Ni siquiera usted me cree, usted, que se supone que me tiene que defender! —tenía las manos sudorosas debajo de la mesa, y las mandíbulas le dolían. Las había estado apretando de forma inconsciente.
Mateo exhaló lentamente. Bajó el tono de voz, con esperanza de que eso la calmase.
—Voy a hacer lo que pueda por usted. Pero no le prometo nada. ¿No cree que sus niños estarán mejor con su ex? Así usted podrá centrarse en recuperar su salud.
—¡Son mis hijos! ¡no me los pueden quitar! ¡todos estáis aliados contra mí! ¡te manda él, verdad! ¡él, o esa puta que duerme ahora en mi cama!
Mateo puso los ojos en blanco. No lograba empatizar con su clienta, por todo lo que les había hecho a sus hijos y a su ex marido, y odió su trabajo con todas sus fuerzas.
***
—Y ahora es el turno del abogado de la defensa para ofrecer su alegato —fueron las palabras del juez.
Mateo subió al estrado. El entarimado crujió levemente bajo sus pies. Se oyó un leve carraspeo en algún lugar de la sala.
Antes de empezar, miró a Carmen. Estaba ensimismada, dirigía su vista a algún punto indeterminado, parecía estar a kilómetros de allí. Cuando reparó en que era su abogado el nuevo orador, sus ojos se clavaron en él, y un extraño brillo de odio chispeó en ellos. Tenía la boca contraída en una mueca de asco, y las uñas clavadas en sus muslos. Sus huesudas piernas oscilaban con un temblor intermitente. Mateo pensó hasta qué punto era capaz alguien de destruirse a sí mismo. Sintió un fugaz coletazo de compasión, pero enseguida recordó a los niños, y recuperó la compostura.
—Señoría, creo que esta mujer ha sido víctima de sus propias tribulaciones —hizo una breve pausa —. Desde el primer momento en que se me asignó su caso como abogado de oficio, supe que, de veras, quería a sus hijos. Nunca he visto a nadie tratar de defender lo que está a punto de perder con tanto ahínco —miró a la sala. Carmen no pestañeaba, y un atisbo de esperanza se asomó a su alma —. Opino que su ex marido no supo entender a un corazón vapuleado por la vida, y por ello la abandonó, lo que acrecentó hasta el infinito su pesar y degradación. Pero creo que no es menos cierto que no es misión de este tribunal juzgar nada de eso, sino que aquí se está hablando, a la postre, de la vida de unos niños que han sufrido todos los errores de su entorno —Carmen se tocaba el pelo histéricamente, volvió a oírse el carraspeo —. Por ello creo que lo mejor es garantizar la curación de su madre, una madre asolada por las adicciones, por el odio hacia el mundo y hacia sí misma —Carmen empezó a sollozar —. Y cuando esa curación se haya producido, esos niños deberían de volver con ella, pues les quiere. No antes, ni tampoco después.
Se produjo un instante de silencio espeso, pegajoso, infinito. Un chillido lo rompió.
—¡Te maldigo, cerdo! ¡nunca has mostrado interés en defenderme! ¡me consideras una puta loca!
Carmen se había puesto de pie. Perdigones de saliva y gritos ininteligibles escapaban de su boca, y las venas de su cuello se habían hinchado de una forma grotesca, hasta el punto de que parecía que tenía gusanos enormes bajo la piel.
El juez pidió orden en la sala, y aplazó la sesión.
Dos policías tuvieron que sacar de la sala a una madre que chillaba, maldecía, escupía y se convertía en un amasijo de odio y dolor informe.
Su abogado salió detrás.
El juicio aún no había terminado.
(Imagen tomada de pixabay.com)
Cuanto más odio se saca más profundo se hace el pozo. Un beso.
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Interesante historia que me lleva a hacer algunas reflexiones. En un principio he pensado que debería haber más abogados como Mateo, es decir, que antepongan su conciencia y sus valores a los intereses del cliente que les contrata. Sin embargo, luego he pensado, que quizá Mateo se ha atribuido las funciones que corresponden al propio Juez. Y me he preguntado, y si en vez de ser abogado de Oficio y su clienta le estuviera pagando una suculenta minuta, ¿hubiera actuado igual?. Enhorabuena, Lucía, es un excelente relato, con muchas aristas sobre las que debatir en torno a un café. Un abrazo!
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