Pero, a pesar de todo, de mi cansancio, de mis ansias de volar lejos, de poner otros rostros nuevos en mis pupilas… el desfile ininterrumpido de los días nunca se detuvo, el maleficio del segundero girando alrededor de la esfera no se rompió, todo se precipitaba demasiado rápido hacia el final, tras un clímax que se me antojaba intenso, pero demasiado breve; no sabía si estaría preparada, tenía miedo, las manos me temblaban y resbalaban al tratar de coger las riendas, a veces me faltaba el aliento, se me escurría desde la comisura de los labios por los pliegues que las sábanas marcaban en mi rostro, antes de que el amanecer me rescatase cada mañana; aún así, miraba a mi alrededor y no podía evitar sonreír, sonreía como una tonta, sin que nadie se diese cuenta, porque sabía que siempre tendríamos atesorado en nuestras almas el recuerdo de esos días, de esos sueños, de ese cuento, de la luz trémula del otoño reflejada en la pared, de la canción lánguida de los inviernos heladores que nos traía aquella ciudad, de la sinfonía de las primaveras en las que se nos concedía de nuevo una oportunidad de demostrar lo que habíamos aprendido, de los veranos que parecían un paréntesis en la aventura; ese tiempo donde el amor —tras colarse, sin ser invitado ni deseado, por debajo de las puertas, tras irrumpir como un vendaval insolente por las ventanas, ese señorito caprichoso de piel blanca y corazón de fuego— lo envolvía todo con su abrazo, unas veces cálido, hogareño, aterciopelado, otras veces —la mayoría— incoherente, absurdo, incorregible, burlón, cenagoso, ciego, oscuro, riguroso, impregnado de impotencia, de falta de reciprocidad; esos días donde nuestra mayor preocupación era que los indómitos profesores de la facultad cumpliesen lo establecido en las olvidadas guías académicas, aprendernos doscientos folios de memoria en una semana, o tener un frigorífico que no diera lástima; días donde los amigos y compañeros de fatigas siempre estaban ahí con sus movidas, con sus frases repetidas hasta la saciedad, con sus ocurrencias hilarantes, con sus amores tampoco correspondidos; las risas, los paseos por una ciudad que, no importaba todo lo que te la hubieras pateado previamente, porque cada día te sorprendía con algo nuevo, los juegos de siempre, los juegos inventados, los minutos de filosofar sobre las horas que estaban por venir, las fiestas, los chupitos de bebidas intragables, algún que otro cigarrillo gorroneado a extraños que terminaban siendo bloqueados en Whatsapp, los micros abiertos que posibilitaban abrir las almas de par en par, los días del espectador, las luces deslumbrantes de cualquier local infecto, el relente de la madrugada mojando la vuelta a casa, amenizada por cánticos que despertaban a los que no sabían que el sueño allí se vivía despierto, los disfraces por cualquier excusa, como si constantemente quisiéramos probar a experimentar cómo era eso de ser otras personas o cosas, antes de que llegara el momento de atrevernos a ser para siempre nosotros mismos, los viajes, su planificación libreta en mano y mil bolis, las excursiones a las que íbamos a ir veinte y en las que siempre se rajaba la mitad en el último momento.
Y la magia, la magia que estaba ahí, aunque muchos no la supiesen o quisiesen ver, porque estaba bien escondida, camuflada bajo pieles aún jóvenes y resplandecientes, miradas somnolientas en la primera clase de la mañana, y en la última, ojos vidriosos tras las noches de jarana o flexo, en un roce casual entre manos que se deseaban aunque no se atreviesen a reconocerlo, en un libro cuya dedicatoria escrita a mano contaba una historia más real que la de las cien páginas que la seguían, en un like de cualquier red social de dudosa utilidad, en un poema triste garabateado en medio del fragor de las lágrimas, en la vuelta a casa algún que otro viernes, con los auriculares y Ed Sheeran por toda compañía, seguido de la carrera por no llegar tarde al tren del domingo; en la conciencia de la felicidad efímera que tuvimos, de que absolutamente todo lo que nos rodeaba era especial, de que nosotros también lo éramos, de que crecimos, de que aprendimos, de que ensayamos lo que iba a ser la obra de teatro de nuestras vidas, de que soltarnos la mano iba a ser una dura prueba a superar, de que el tiempo seguiría pasando, imparable, el desfile ininterrumpido de los días nunca se detendría, el maleficio del segundero girando alrededor de la esfera no se rompería; y nuestra parte de biografía compartida siempre iba a formar parte de nuestra colección de experiencias más amadas.
¡Cuánta nostalgia! Me ha llevado de vuelta a mi propia adolescencia.
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Has usado palabras mágicas en la descripción de estos recuerdos. En cuyo aroma, gracias a ti, capto de nuevo a pesar de ser tan distantes y tan distintos, que apenas dejaron huella en la memoria. Un abrazo,
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Rodiiiiii jo estaba vagueando de domingo y me encuentro con esto… como lo (os) echo de menos! Que precioso!
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Precioso Lucía!
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