Carolina se apeó del taxi que la había traído desde el aeropuerto, pagó al conductor, y cogió su pequeño trolley.
El hotel donde se alojaría aquellas vacaciones no paraba de vomitar personas a través de la puerta giratoria, por lo que tardó varios minutos en entrar. Con paciencia esperó, respirando el aire tibio y contaminado de la calle, mientras los pitidos atronadores del caótico tráfico la envolvían.
Miró a lo alto. Su vista apenas abarcaba la enorme magnitud de los rascacielos que la rodeaban. Lejos, muy lejos, trozos de cielo se intuían plomizos, pero aparentemente no había nubes. Posiblemente se tratase de la boina de contaminación.
A priori, aquella ciudad no tenía nada de especial.
«¿Por qué no me habré ido al campo?» pensó Carolina. Desde luego, habría respirado mucho mejor, y se habría relajado de verdad.
Pero le habían hablado de aquella peculiar ciudad, en la que cada rascacielos albergaba una receta que se cocinaba a sí misma, de la que muchos negaban su existencia. Y, como viajera empedernida, la curiosidad había sido más fuerte.
Al cabo de cinco minutos, se decidió a pasar a la recepción. Tuvo que abrirse paso entre las personas que salían y entraban, pues su flujo no cesó ni un segundo. Por suerte, no había cola para hacer el check-in.
Lo primero que le llamó la atención fue que el mostrador de recepción estaba prácticamente ocupado por completo por varios tipos diferentes de jamón cocido, muchísimas marcas y sabores: fiambre, magro, ahumado, toque de finas hierbas…; por lo que tuvo que buscar un pequeño hueco libre para firmar la factura. Todo el mundo actuaba como si aquello fuese lo más normal del mundo, así que ella hizo lo propio.
«Quizá todo sea verdad, después de todo», se dijo.
Ya de camino a su habitación, se cruzó en el ascensor y el pasillo con varias rebanadas de pan de molde que avanzaban en filas por la moqueta, a saltitos, pero a una velocidad inimaginable, como si de ello dependiese su supervivencia.
—¡Me han dicho que hoy el jamón descansa en la recepción! — gritaba la rebanada que iba más adelantada. Y todas aceleraron el ritmo de sus saltos.
—Hay que localizar también al queso— replicaba otra. —Tengo entendido que está durmiendo en las habitaciones. Habría que encontrar el modo de entrar en ellas.
—¿Robando las tarjetas a los huéspedes, tal vez? — preguntó otra rebanada.
—¡Buena idea! — gritaron varias al unísono.
De repente, una estupefacta Carolina se vio rodeada de rebanadas de pan de molde que la miraban amenazadoramente. Un escalofrío recorrió su espalda. Pensó en pisotearlas y salir corriendo, al fin y al cabo, sólo eran pan tierno. Pero, de repente, recordó que en las guías de viaje de aquella ciudad se hacía mucho hincapié en que la comida de los rascacielos era una especie protegida, y dañarla, aunque fuese en defensa propia, estaba castigado hasta con penas de prisión. Por lo que optó por entregar la tarjeta de acceso al dormitorio a la rebanada que parecía la líder.
—Gracias, señora — le dijo ésta.
Sin salir de su asombro, Carolina observó cómo las rebanadas accedían a su habitación, la 1603. Ojiplática, vio que su cama estaba llena de quesos: gouda, emmental, cheddar…; y que estos y las rebanadas se saludaban con gran alborozo. Acto seguido, los panes y los quesos salieron del dormitorio, y la rebanada líder le devolvió la tarjeta a Carolina, quien empezó a reír a carcajadas mientras veía al pan y al queso alejarse por el pasillo.
—Tenemos que conseguir más tarjetas para reunir a todo el queso, antes de bajar a recepción a por el jamón —decía la rebanada líder. —¡Y luego buscar a las sandwicheras! ¡Démonos prisa, la fiesta de cumpleaños empieza en dos horas, hay que estar listos para la merienda!
Carolina entró en su habitación y se tumbó en la cama, que olía demasiado a queso. Tendría que pedir que le cambiasen las sábanas.
Sí, había sido todo un acierto ir de vacaciones a la ciudad “Una receta por rascacielos”, y alojarse en uno de ellos.
Visitar el rascacielos de cocido madrileño prometía ser divertidísimo.
(Imagen tomada de pixabay.com)
Jajaja, que no es por presumir Lucia. pero para guisar un cocido como mandan los cánones,se requiere el amor de la leña y además de vivir en una casa con chimenea, un largo paseo respirando aire puro de montaña que abre el apetito. Luego desde la sopa hasta acabar con la ropa vieja, se pueden degustar los garbanzos a tumba abierta.
Un abrazo.
Dicen que me sale extraordinario, por cierto.
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Jajajaja, no me cabe la menor duda, Carlos. ¡Qué hambre me ha entrado! Un abrazo 😉
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No puedo parar de sonreír tras leer este texto :). ¡Qué difícil va a ser hacerme un bocadillo sin sentirme culpable!
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Jajajaja gracias Pablo. ¡Se te echa mucho de menos en el curso! Un beso muy muy fuerte, espero que todo te esté yendo fenomenal 🙂
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La verdad es que han sido tres meses muy bonitos. Pero nos seguimos leyendo por aquí ;).
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