Tratamiento de choque

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—O haces que no me salga ningún granito más, o te denunciaré. El mes que viene cumplo 18, ya tendré capacidad legal para hacerlo, ¿sabes? Osea, no quiero estar casi bien, quiero no tener ningún grano, ni uno solo.

Isabel es la tercera paciente de la mañana, y ya está consiguiendo que mi paciencia se agote. Mientras escucho su voz de pito, pienso que yo no me hice dermatóloga para aguantar a niñas pijas descontentas. Exhalo aire tranquilamente, e intento hacerla entrar en razón.

                —Isabel, cuando llegaste a mi consulta, puede que sí me necesitases. Tenías bastantes comedones por la frente. Has hecho muy bien el tratamiento que te he prescribí, y has mejorado muchísimo. A todas las chicas nos sale algún granito de vez en cuando, sobre todo antes de la regla. Realmente, hoy ya estás para que te dé el alta y te siga tu médico de cabecera.

                —Mi médico de cabecera no tiene ni idea, y, por lo que veo, usted tampoco. Una de mis amigas hizo el tratamiento oral con la isotretinoína, y ahora ya no le sale ni un granito. ¡Ni uno! ¡Yo también quiero eso! Mira mi cara, tengo aquí una espinilla, ¡doy asco!

Observo su tez tersa, sin una sola arruga, bronceada, enmarcada por un pelo espeso y brillante. Efectivamente, una espinilla de aproximadamente 0.5 milímetros de diámetro se intuye en una de sus sienes. De repente, siento odio hacia este ser —por llamarlo de alguna manera— que se sienta al otro lado de la mesa. Su juventud y belleza son un insulto a mi cansancio y a mis líneas de expresión, cada vez más marcadas. Una afrenta a todos los humanos con acné grave, ictiosis, dermatitis atópica severa, melanomas y millones de enfermedades cutáneas serias. Y yo aquí perdiendo el tiempo con ella.

                —Isabel, ya te he explicado en varias consultas que no puedo ponerte la isotretinoína. Sólo está aprobada para el acné grave, tiene muchos efectos secundarios, y no se puede prescribir así como así.

                —¡Mi amiga Pilar tenía un acné exactamente igual que el mío!— hace mucho énfasis en la palabra “exactamente”—. ¡Exijo ahora mismo que me des ese tratamiento! ¡Me estás negando una posibilidad terapéutica que podría darme la cara que quiero! ¡Está claro que eres una mala profesional, y te mereces mi denuncia!

Llegados a este punto, el camino fácil sería darle lo que quiere, pero ya he probado cientos de tratamientos, cremas, geles, lociones… con esta chica, y siempre le sale un grano nuevo en su cutis perfecto —igual que a todo hijo de vecino—, así que, haga lo que haga, una y otra vez vuelve a mi consulta a gritar sandeces. Ni la isotretinoína me salvará. Estoy más que harta. Lo vuelvo a intentar por otros derroteros.

                —Isabel, está claro que no tienes la suficiente confianza en mí como médico. Sólo me queda recordarte que todos los pacientes tenéis derecho a la libre elección de profesional, así que puedes cambiar de dermatólogo, si sientes que yo no puedo resolver tu problema.

Lejos de calmarse, se enfurece todavía más. La he cagado.

                —¡Yo no quiero cambiar de médico! ¡Quiero la isotretinoína! ¡No quiero ni un grano en mi cara! ¡Quiero ser la más guapa del instituto! ¡Siempre he sido la mejor en todo, en esto quiero serlo también! ¡Tengo una reputación que mantener! ¡Y por tu culpa no voy a tener la piel más perfecta de mi clase! ¡Eres una gilipollas integral! ¡Te voy a denunciar, y vas a tener que responder por esto, inepta! ¿Dónde te dieron el título de medicina? ¿En una tómbola, tal vez? Es lo más seguro, porque un médico de verdad no…

No puedo más.

                —Tengo un tratamiento definitivo, Isabel. ¿Quieres probarlo? Se basa en el nitrógeno líquido.

                —¿Ah, sí? Si me va a quitar para siempre todos los granitos, por supuesto que sí. No me engañes, te tengo en el punto de mira, ¿sabes?

Me levanto, salgo al pasillo y cojo con gran esfuerzo la bombona de nitrógeno líquido, de la que rellenamos los botes que hay en las consultas para quemar verrugas. Ordeno a la niña pija que se tumbe en la camilla, y lo hace, complacida.

                —Cierra los ojos— le digo. Ni se lo piensa.

Levanto la bombona con todas mis fuerzas —¿para esto servía hacer Crossfit?—, y la dejo caer de golpe sobre su cara, que se transforma en una masa informe de sangre, músculo, hueso y sesos. Ya no hay granos. Ya no los habrá nunca más. Ya no me puede denunciar.

Aliviada, me siento en mi sillón, y me recreo en el silencio que se ha hecho de repente en la consulta.

Tendré que limpiar todo este estropicio antes de llamar al siguiente paciente.

Publicados
Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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