Carta de despedida

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León, 29 de enero de 2021

Querido amor de mi vida:

Mis hijos han decidido que ya no podía vivir más tiempo contigo. Me han metido en lo que ellos llaman “la mejor residencia de la ciudad”. Bonito eufemismo para referirse a un lugar donde se dejan aparcadas las personas que ya no se sabe qué hacer con ellas, o sea, a lo que toda la vida se denominó “asilo”.

Entiendo perfectamente que ellos tienen sus trabajos, sus familias, sus vidas, y lo que menos necesitan ahora es hacerse cargo de mí, que tengo que comer comida especial, todo triturado, ya que mis dientes también me abandonaron hace tiempo; que mis manos temblorosas no pueden hacer apenas nada por sí solas, a las que hasta vestirse se les antoja un esfuerzo titánico; que mis esfínteres se han independizado de mi voluntad; que mi cabeza confunde el verano con el invierno, los oros con los bastos, y el presente con el ayer.

Lo entiendo, y poco a poco me acostumbro a las nuevas rutinas: todas las comidas tienen sus horas, por las tardes vienen a visitarme mis nietos, a las 9 estamos acostados y, salvo los ronquidos de mi compañero de habitación, ya no se oye nada más hasta que la auxiliar entra por la mañana, y anuncia que la ducha está esperándonos. Porque aquí todo está limpio, huele a abrillantador y lejía, salvo cuando te chocas de forma inesperada en el pasillo con el carro que transporta los pañales sucios y otras inmundicias de las habitaciones. Muchas veces me quedo contemplándolo durante varios minutos, hasta que la auxiliar se lo lleva, porque me recuerda a ti, cariño.

El ocaso de mi vida está siendo aséptico, predecible y apacible.

Pero te echo de menos, bonita, me faltas todos los días, y eso no deja que sea del todo feliz.

Echo de menos salir cada día a buscarte, esa sensación de levantarme por la mañana pensando en qué zona de la ciudad voy a centrar mis labores ese día. Añoro coger el carrito de la compra, el bastón y la boina, y recorrer las calles, llueva o haga sol, siguiendo mi corazonada, ese pálpito que me dice que, al levantar la tapa de este contenedor en concreto, y no otro, te hallaré a ti, la bolsa perfecta: un plástico blanco que deja transparentar a su través todo lo que lleva dentro; la lazada apretada, que me obliga a tirar con fuerza hasta romperla; y un sinfín de tesoros en el interior: latas de conserva vacías, en las que aún resbala alguna gota de aceite, mondaduras de plátano y otras frutas, una botella de suavizante que todavía huele levemente a frescor oceánico, un pañuelo lleno de lágrimas y de mocos, que posiblemente perteneciera a alguna novia abandonada, una factura de teléfono de hace cuatro años hecha una bola arrugada, un tetrabrick de leche de soja, con el tapón enroscado.

Recuerdo cómo, después de encontrarte, te guardaba en mi carrito de la compra, y los dos nos volvíamos a casa, donde te depositaba por los rincones con toda la dulzura que podía, para que te sintieras querida, deseada, a gusto.

Y recuerdo cómo, tras cada peregrinaje diario, mi casa cada vez estaba más llena de ti, y yo más feliz me sentía. Mas era una felicidad engañosa, te quería tanto, que nunca me sentía completamente saciado. Por eso volvía cada mañana a por ti, te necesitaba, te quería toda conmigo, sólo para mí.

En “la mejor residencia de la ciudad” no dejan que estés conmigo, no me permiten tenerte cerca. Por eso te escribo esta carta, tenía que explicarte que no te he abandonado a propósito, que te pienso a cada instante, pero creo que no van a volver a dejar que nos veamos, ni que te busque, ni que duerma con tu presencia rodeándome por los cuatro costados.

Necesitaba despedirme de ti, decirte que te quiero, y que te voy a querer hasta el día que me muera.

Hasta siempre, querida Basura.

Firmado: Tu querido Diógenes

Publicados
Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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