Habían pasado dos meses.
Casi todas las noches, desde entonces, me despertaba de madrugada, sobresaltada por un sueño que se repetía: una conversación interrumpida por un choque, el sonido de la carrocería arrugándose, las vueltas de campana, el cinturón que se me clavaba en el pecho y no me dejaba respirar, los gritos de mi mejor amiga, Alba, desde el asiento del copiloto. Y siempre que me despertaba, escuchaba gotear el grifo de la vecina de arriba, en medio del siniestro silencio de la noche.
Desde el día del accidente, aún tenía la cabeza embotada. Vivía como en una nube, como si la realidad se hubiera convertido en una especie de niebla, donde lo cotidiano se mezclaba con las sombras.
Ese día era la quinta o sexta vez que había conseguido reunir fuerzas para volver al hospital. Mi madre y Sergio me acompañaban, cada uno cogiéndome por un brazo. Ya no me preguntaban por qué lo hacía, por qué me flagelaba de esa manera. Las primeras veces había salido de allí llorando, y me había quedado como en una especie de trance durante días. Pero necesitaba ir. Las noticias seguían sin ser buenas: lo último que sabíamos era que los riñones de Alba habían dejado de funcionar, y otra máquina enorme, colocada al lado de las incontables máquinas que rodeaban su cama, suplía esa nueva función perdida. Pero, joder, era mi mejor amiga, habíamos ido juntas a clase desde Educación Infantil, habíamos crecido juntas. Tenía que ir.
Solía sentarme al lado de todas las máquinas y monitores, y hablaba a Alba largamente, sin obtener respuesta alguna. Le hablaba de la facultad, de cómo todos allí la echábamos de menos, de lo que haríamos cuando se recuperase, del viaje a Tenerife que teníamos pendiente. A veces le tenía que dar algún mensaje de alguien en concreto, normalmente recuerdos, besos y abrazos, y deseos de una pronta recuperación. Como si hablarle fuese a evitar el destino que parecía más probable. Los médicos llevaban días preparándonos para ello.
Cuando llegamos a la entrada del hospital, sin darnos cuenta aminoramos el paso.
Cada vez sentíamos un peso mayor en nuestros pies, que al final parecían arrastrar una enorme bola de plomo, mientras recorríamos los resbaladizos pasillos, rebosantes de gente perdida buscando sus consultas.
Sabíamos que lo que podíamos encontrarnos en aquella unidad de cuidados intensivos era un final, un cuerpo que poco a poco se marchaba de nuestro lado, un alma que quizás empezase a existir sólo en nuestros recuerdos en las próximas horas o días.
En el ascensor, una algarabía de personas, hablando de cosas mundanas, resultó insultantemente asfixiante; en nuestro interior un profundo silencio, en nuestros poros un frío cruel.
Me sentía aturdida, los acontecimientos de los últimos días sobrepasaban mi capacidad de procesamiento, todo daba vueltas alrededor de Alba y su más que previsible muerte, de los grifos que goteaban por las noches y no me dejaban dormir.
Llegamos a la planta.
Enfilamos el pasillo que llevaba a la unidad de cuidados intensivos. Reinaba el silencio habitual, y aquel odiado olor a hospital. Las enfermeras y los celadores nos saludaron como de costumbre, con una voz queda.
Sentí cómo temblábamos cuando nos recibió el Dr Carbonell.
Alba aún seguía viva.
A pesar de describir una terrible experiencia, contiene un meticuloso relato sobre uno de tantos accidentes imprevisibles. Un besazo.
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