Después de un día ajetreado, por fin la noche me rescataba, una vez más, de la agitación de la rutina.
Tenía 9 años, y una vida repleta de todas las cosas que se suponía que tenía que tener la vida de un niño a finales de los 90: las clases de la mañana, con su olor a tiza y a Plastidecor; los recreos con el tobogán de metal y los bocadillos de paté tirados a la papelera; las comidas eternas con sus asquerosas acelgas y coliflores, mientras Leticia Sabater y su loro sin nombre presentaban los dibujos de “Willy Fog” o “La pajarería de Tansilvania”; los interminables deberes de matemáticas, lengua y conocimiento del medio; las caídas en las losas del parque, con unos patines que a duras penas sabíamos usar aún; las duchas, las cenas, las buenas noches de mamá, papá y Caítos; y, por fin, las sábanas de “La Dama y el Vagabundo”, recién cambiadas, con un leve aroma a suavizante, acariciando la impoluta piel; la tenue luz de la lámpara encendida toda la noche, como garantía de que ningún monstruo vendría en esas horas de pausa; y los peluches como compañeros de sueños y de historias inventadas.
Aquel día, todo había ocurrido como de costumbre, como ocurren las cosas en el remanso de la infancia, y una noche más, cerré los ojos, me giré sobre mi lado derecho, y mis recuerdos del día se fueron poco a poco confundiendo con otras imágenes que mi mente me iba trayendo, sin previo aviso.
Así, sin darme cuenta, después de decidir que a la mañana siguiente, le pediría a Noemí que me cambiara mi sticker grande de Pooh por su sticker grande de Reina y Golfo, y que le diría a Inés que, a lo mejor, gastarse las mil pesetas que le había robado a su madre en golosinas no había sido la gran idea que habíamos pensado, porque me estaba empezando a doler la barriga y a tener ganas de vomitar, de repente me vi sentada otra vez en medio de ese desierto.
Languidecía el día, rayos anaranjados y calurosos rebotaban en la dorada arena, miles de granos finos y ardientes se pegaban a mis piernas desnudas, y todo lo que abarcaban mis ojos eran kilómetros y kilómetros de agobiante uniformidad: arena, cielo naranja, calor, silencio, soledad. Estaba atrapada una vez más en ese lugar, no había nadie que escuchase mis gritos de socorro, y si quería escapar, llegar a algún lado con gente, con vida, debía de caminar descalza durante kilómetros por ese suelo que quemaba, sin agua, sin aliento. «Otra vez no» pensé, y cerré los ojos unos instantes.
Al abrirlos, seguía allí, pero suspiré aliviada al ver a mi hermano, sentado en la arena enfrente de mí. «Ahora podremos irnos, Caítos sabrá salir de aquí, seguro. A lo mejor hasta ha traído la bici» pensé, y me dispuse a hablarle. Pero él no parecía darse cuenta de mi presencia allí. Contemplaba el suelo que había entre nosotros, ese pequeño trozo de desierto, con la cabeza agachada, y la mirada perdida. Pensé que estaba rezando, y, extrañada, le toqué un brazo. No se movió. Intenté hablar, pero de mi boca no salía nada. El silencio seguía siendo absoluto. Miré entonces al punto al que él miraba, y vi una pequeña llama azulada salir de ahí. De pronto, oí una especie de quejido, un lamento traído por el viento, que cada vez se iba haciendo más triste y profundo. Aterrada, vi cómo la extraña llama crecía cada vez más, su presencia se iba convirtiendo en una sensación amenazante, pesada, se expandía por el aire cambiando de forma, abrazándolo todo, al tiempo que el lamento se hacía tan fuerte, que hacía doler los oídos. Finalmente, la llama envolvió a Caítos, quien terminó desapareciendo en su seno sin cambiar de postura, y a partir de ahí ya no pude ver nada más, salvo a esa lengua que ahora venía a por mí, mientras el aire seguía siseando, atronador, amenazante.
Eché a correr, gritando, todo mi cuerpo ardía, sólo quería escapar de aquello, fuese lo que fuese, y súbitamente, aparecí en mi cama, la lámpara seguía encendida, los peluches me miraban, la luz de la mañana se filtraba por las rendijas de la persiana, y escuché a mamá y papá despedirse en la puerta de Caítos, que iba al instituto un día más.
Aliviada, me giré en la cama, sintiendo mi corazón latir como un loco. Otra vez ese maldito sueño. Intenté recobrar la calma, pensando en que ya quedaba poco para que mamá abriera la puerta de mi habitación, en que dentro de nada estaría de nuevo en clase, corrigiendo en la pizarra los ejercicios de matemáticas, con Inés y Noemí sentadas a mi lado en los verdes pupitres llenos de rayones y manchas de rotulador.
Regresar a ese etapa tan maravillosa y revivir momentos que no se pueden olvidar, es volver a vivir. Excelente relato. Para empezar el día con una sonrisa.
Manuel Angel
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Es un relato muy vivo Lucía. se ve que tienes una excelente memoria para atracones de chuches. Un besazo.
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