Aquella mañana, Lyonel se había despertado con un mal presentimiento.
La cafetería vendía cada vez menos y, aunque siempre había sospechado que, de producirse una reducción en el personal, él tenía todas las papeletas para ser el elegido, al haber sido el último en incorporarse a la plantilla, la noticia del despido le había llegado como un jarro de agua fría.
Había completado su último turno, no obstante, y había vuelto a casa a la hora de siempre, en el metro de siempre, con la rutina de un siempre que ahora se diluía ante su vista.
Cansado, observó en el metro a las personas que le rodeaban: la mayoría iban absortas en sus teléfonos, otras, con las miradas perdidas en el vacío. El silencio del vagón sólo era roto periódicamente por la locución que anunciaba la llegada a las estaciones, por el golpeteo de las puertas al abrirse y cerrarse, por el traqueteo del tren sobre los raíles. Sintió un nudo en la garganta al pensar en la casa solitaria que le esperaba, pues no le tocaba cuidar de sus hijos esa semana; ni siquiera podría contar con el consuelo de sus risas golpeando las paredes.
Cuando llegó a su estación, se apeó y caminó a paso lento, arrastrando los pies. No le apetecía llegar, pero, a pesar de todo, no se quedó del todo quieto, porque sabía que no tenía otra alternativa, ni otro sitio a donde ir. Aquella ciudad a la que se había mudado hacía diez años, cuando se casó con su ex mujer, no era su ciudad: su familia estaba a miles de kilómetros, al otro lado del océano, y los pocos amigos que había conseguido hacer se encontrarían inmersos en sus quehaceres semanales: trabajos, niños, parejas, compras, tareas domésticas, y vuelta a empezar. La rutina, la tan odiada rutina, era dueña y señora de la mayoría de las vidas desde el lunes hasta el viernes. En la calle, la gente caminaba rápido, todos parecían tener prisa por llegar a quién sabe dónde, algunos chocaban con él, pero nadie se molestaba en pedir disculpas.
Al llegar a su portal, se cruzó con una vecina a quien siempre saludaba alegremente con un “hola”, palabra que hoy ambos repitieron metódicamente. Antes siempre se detenía a hablar un rato con ella: qué tal estaban sus nietos, cómo iba del reuma. Ya no. Desde que empezó la pandemia de coronavirus, ella salía lo más rápido que podía. Tenía lógica, pues era muy anciana, paciente de alto riesgo.
Ya en casa, Lyonel se dejó caer en el desvencijado sofá del piso que había alquilado tras la separación. Era viejo, pero al menos podía pagarlo. Ahora, sin trabajo, no sabía qué iba a hacer. Tenía ahorros para unos tres meses. A partir de ahí, no sabía qué haría. ¿Volver a su país? ¿Y sus hijos? ¿Qué sería de él sin sus hijos?
Abatido, se quitó los zapatos, la camiseta y los vaqueros desgastados, y se quedó vestido únicamente con ropa interior. Hacía calor, el mes de mayo estaba siendo asfixiante. Y, sin embargo, Lyonel sentía cómo su corazón se iba enfriando cada vez más, hasta el punto de que temió que se acabara convirtiendo en un témpano de hielo.
Cogió su teléfono. No tenía ninguna notificación. Abrió el Tinder, y comenzó a deslizar perfiles. Ninguno le resultaba lo suficientemente atractivo. Pero le dio “like” a cuatro o cinco chicas, y, sorprendentemente, hizo match con una de ellas. Como un autómata, hizo lo que se suponía que debía hacer a continuación, y tecleó en su móvil:
—¡Hola Sol! ¡Mucho gusto! ¿Qué tal va el día?
Apagó el móvil, y se quedó dormido en el sofá. Tuvo un sueño agitado, en el que se entremezclaron imágenes de sus días en la cafetería, su ex mujer y él cogidos de la mano, sus hijos recién nacidos, él mismo siendo un niño, sus risas con sus amigos persiguiendo a las gallinas de su vecino Lautaro, su madre secándole la cabeza con una toalla áspera, su bisabuela repitiéndole las mismas palabras que repetía como una cotorra desde que se había quedado viuda, y que él nunca había entendido: “Lyonel querido, hacerse mayor es quedarse cada vez más solo”.
De pronto, se despertó. El día languidecía tras los cristales. Notó la boca pastosa, y la espalda empapada en sudor. Se había olvidado de bajar la persiana, y todo el calor de la tarde estaba concentrado en aquella pequeña salita. Cogió su móvil, y miró de nuevo el Tinder. Se estremeció al ver de nuevo su mensaje sin respuesta:
—¡Hola Sol! ¡Mucho gusto! ¿Qué tal va el día?
Terrible retrato de la soledad tejiendo su tela con hilos de los que nada escapa. Un besazo.
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