“Una dama que se precie siempre tiene que estar de acuerdo con lo que haga o diga su marido”.
Sally rememoraba una vez más las palabras de su vieja tía Rose, refrendadas por su madre, su abuela y todas las mujeres de bien que conocía. Aquella frase parecía la banda sonora de su vida. Los demás preceptos —sentarse recta, no apoyar los codos en la mesa, apretarse bien el corsé, no fumar, no hablar alto, no decir palabras malsonantes…— que la alta sociedad británica había grabado en su mente, se resumían en uno, que perduraba aún a principios de siglo: “las mujeres deben preocuparse de encontrar un buen marido, todo lo demás es accesorio”.
«¿Y qué pasa si ese hombre con el que tienes que estar de acuerdo está casado con otra?» pensaba Sally, sentada en el borde de la cama sin deshacer. Había esperado a Paul durante 10 horas, antes de decidirse a pedir una conferencia con su domicilio. Sabía lo arriesgado que eso podía ser. Pero no había sido su esposa quien había contestado al teléfono, sino el propio Paul, el cual susurró, con una tranquilidad que la exasperó: “no voy a poder acudir al hotel en el que hemos quedado esta noche, ya que me ha salido una oportunidad de venta en Glasgow, y tengo que estar mañana allí, sin dilación. Lo siento, querida, los hombres de negocios somos así, hoy estamos en Londres, y mañana Dios dirá”; tras lo cual, deseó un feliz cumpleaños a Sally, y le dijo que no se preocupara por los gastos del hotel ni del tren de regreso a Londres.
Mientras consultaba los horarios de los trenes, Sally se esforzaba por que las lágrimas no inundasen su rostro. Era otro de mil desplantes. Al principio de su relación con Paul pensó que era una revolucionaria por acostarse con un hombre casado, y la idea le parecía excitante e innovadora. Si su madre se enterase de que mantenía relaciones sexuales sin estar casada, la mataría. En cambio, Paul vivía tan tranquilo, se dedicaba a sus negocios y sus partidos de polo, mientras su esposa sabía que era un adúltero, y muy posiblemente su círculo social cercano también estuviese al tanto. Pero la culpa no era de él, sino suya. Era una buscona.
Asqueada, decidió que se iría en el expreso de las 10, tiró el horario en la alfombra, y apagó la luz.
Después de pasarse la noche en vela, se levantó y se vistió. Le costó abrocharse el vestido, pero sonrió al salir por la puerta del hotel, al pensar en la criada que limpiaría su habitación, ya que se llevaría de regalo un corsé de seda carísimo, que había dejado “olvidado” en la cómoda.
Ya en la estación, tras comprar el billete en el mostrador, espero de pie, muy erguida, en el andén en el que se detendría su tren. Miró con desdén a las personas que caminaban de allá para acá, tratando de tragarse el despecho y las lágrimas que se mezclaban en sus párpados.
A lo lejos vio el tren aproximarse, entre una bruma de humo y agua. «No quiero que nadie me vea llorar. Esto no me importa lo más absoluto. Le diré a mamá que he vuelto antes porque me sentía indispuesta. Rita me sabrá guardar el secreto…»
—Señorita, ¿le ayudo con su maleta?— le preguntó un botones.
—No, gracias, puedo yo sola—respondió Sally con brusquedad, súbitamente devuelta a la realidad de la estación, de su soledad y de su pesada maleta, y se dirigió, no sin cierta dificultad, a la escalerilla del vagón.
—¡Querida, he podido venir finalmente! ¡Espera, no te subas al tren!
Sally se volvió, sorprendida al oír la voz de Paul. Allí estaba, con un ramo de rosas rojas y una maleta que parecía pesar casi tanto como la suya. Sintió sus mejillas enrojecer, notó una mezcla de alegría y rabia, y tras unos instantes de duda, cogió las flores y las arrojó con fuerza al suelo.
—Me vuelvo a casa, Paul. No quiero volver a verte nunca más.
—Pero, querida, si finalmente estoy aquí. No entiendo por qué te enfadas.— La agarró del brazo, e intentó atraerla hacia sí.— Venga, vámonos al hotel.
—He dicho que no!— gritó Sally, y escupió a Paul en la cara, tras lo cual, entró corriendo en el vagón. El tren había empezado a moverse.
Desde la ventanilla, Sally contempló cómo un estupefacto Paul miraba el tren alejarse.
Nunca más volvería a ser la segunda de a bordo.
Imagen: Habitación de hotel. Edward Hopper, ARS, Nueva York. Tomada de https://www.museothyssen.org/
¿Hasta dónde y hasta cuándo nos permitimos que nos cale el fracaso en el amor? Quizá hasta que sentamos que el hielo ocupa todo el espacio del corazón. Un besazo.
Feliz Navidad Lucia.
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¡Igualmente, Carlos! ¡Abrazos!
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Parece que ha sido Sally la que ha «podido ver finalmente». Ay, ¡cuánto pesa la sociedad en la formación de nuestras ideas y el análisis de nuestros actos!
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