Inatención

Photo by Lukas on Pexels.com

He sido una ilusa al pensar que por venir al parque con Fer iba a poder descansar un rato.

Sí, la tarde es tibia, el sol brilla, los pájaros cantan y una leve brisa de principios de mayo balancea las copas de los árboles. Sí, me he sentado en uno de los bancos desvencijados a intentar leer mientras vigilo a mi hijo. Sí, le he dejado en el área de juegos infantiles, que puedo ver perfectamente desde aquí. ¿Y qué? Si ya estoy oyendo sus gritos enloquecidos por encima de los de los demás niños.

Siempre es lo mismo. Este mediodía he tenido que resistir las ganas de darle un bofetón cuando ha tirado la sopa al suelo. “Es que quería hacer una cascada, mamá”, me ha dicho con su vocecita de siete años. No he podido evitar soltar una carcajada, a pesar de que llegábamos tarde a las extraescolares, y por ende, a mi trabajo. Pero es que antes de eso ha roto dos platos y tres vasos en los dos segundos que he tardado en tender la lavadora mientras se calentaba la comida. “Es que quería construir un castillo, mamá”.

Todos los días tengo que comprarle algo nuevo del colegio. Que si pinturas, que si cuadernos, que si lápices y gomas de borrar. Siempre pierde algo. Nunca sabe dónde deja sus cosas. ¿La hora de la ducha y de la limpieza de dientes? Lo peor. Media hora para que se desvista, media hora para que se meta en la ducha. Una hora para que eche la pasta en el cepillo, dos para que se enjuague. Se distrae con cualquier cosa, habla de lo que no viene a cuento, no está aquí, ahora, conmigo. Cada vez se me hace más cuesta arriba resistirme a desvestirle yo, a ducharle yo, a lavarle los dientes yo. Quiero que sea autónomo, pero también quiero que sea eficiente y puntual. ¡Oh, Dios, soy una mala madre! Ya no sé si es que soy demasiado exigente, al fin y al cabo sólo son siete años, o es que mi hijo es especial.

Mírale, ahí le tienes. Ya le están chillando. Ya está en el medio de un corro acusador. Se ha saltado el turno de los demás niños para bajar por el tobogán. Si es que es imposible, no puede esperar, la impaciencia es superior a él. ¡Joder, le ha pegado una patada a ese otro chaval! Tengo que intervenir. Dios mío, no puedo más…

—¡Fernando! ¡No se pega a los demás niños! ¡Te lo tengo dicho una y mil veces! ¿Quieres que volvamos a casa?

—Mamá, es que no me dejan jugar con ellos— me responde, lloriqueando.

—¡Normal hijo, es que no dejas que se tiren por el tobogán! ¿Crees que no te he visto?

Ante esta afirmación incontestable, mi hijo se queda mudo, y sigue llorando. Suspiro, me rehago y lo intento de nuevo.

—Anda hijo, ven que te limpie los mocos. Ve ahí y pídeles perdón a tus amiguitos. Y respeta su turno. Ellos también tienen derecho a jugar, no sólo tú.

—Sí mamá.

Fer vuelve a irse a la zona de juegos tras mi pequeña bronca. Yo intento relajarme de nuevo, pero ya empiezo a perder la fe en que la tarde termine bien. En los bancos de enfrente hay otros padres que charlan entre ellos. Distingo a Adolfo, el padre de Martina, psicólogo infantil. Creo que es mi oportunidad de desahogarme con alguien que de verdad entiende a los niños. Yo he fracasado estrepitosamente en esa tarea.

—¡Hola! Buenas tardes. ¿Qué tal?

—Hola Patri— responden varios de ellos.

—Siéntate con nosotros. Estábamos hablando de la posibilidad de que los grupos burbuja continúen el próximo curso. ¿Tú qué crees? ¿Habrá avanzado bastante la vacunación como para volver a una medio normalidad?— dice Paula, la mamá de Iker.

—Pues ni idea. Me parece un poco estúpido, teniendo en cuenta que luego se juntan todos aquí por las tardes.

—Ya. Es una gilipollez. Pero es que no vamos a quitar a los niños de que se relacionen con otros. Eso sí que es una temeridad. Si no socializan, ¿cómo se van a desarrollar?

«Ojalá no se relacionaran» pienso, mientras observo cómo mi hijo empuja a otra niña en la tirolina, la cual cae a la arena, pues no estaba preparada aún para tirarse, y arranca a llorar con un estridente alarido. Varios padres corren en su ayuda. No es nada, un batacazo en el culo, del que se recupera en dos minutos. Aun así, siento impotencia.

—Hijo, ¿otra vez tú? Pero, ¿por qué has empujado a Sara?

—Es que tenía ganas de tirarme para coger arena y hacer barro— responde con su lógica infantil.

—Para coger arena no necesitas tirarte por la tirolina, hijo. ¡Y te he dicho que tienes que esperar tu turno!

—Lo siento, mamá— dice, arrepentido. Y me vuelvo a creer su arrepentimiento. Ya está, a la próxima nos volvemos a casa. Esta será la última. Los padres vuelven a sus asientos. Yo aprovecho para sentarme al lado de Adolfo.

—Menuda energía tienen, ¿verdad?— me dice.

—Sí. Demasiada. Yo a veces no puedo con Fer. Es exagerado. Me tiene completamente enloquecida. Siempre que se lía alguna, el liante es él. No espera, no atiende, lo que le dices le entra por un oído y le sale por el otro, pierde todo, no soy capaz de tener una conversación con él porque se va de un tema a otro como si sus pensamientos fuesen chispas… ¡Es terrible!

—Sí que se te ve agobiada, sí. Es cierto que Fer es un niño muy movido, no te voy a engañar. Son ya muchas tardes observándoles.

—Adolfo, tengo que preguntártelo. Tú, como psicólogo de niños, ¿qué piensas de mi hijo? ¿Lo ves normal? ¿Lo ves como los demás niños? Porque a mí a veces me parece de otro planeta, del planeta de los polvos pica pica o algo así.

Adolfo se echa a reír.

—Bueno mujer, tendría que conocer más datos, más detalles, pasarte unos cuestionarios, pero es posible que Fer tenga trastorno por déficit de atención. ¿Nunca se lo has comentado a la pediatra?

«Trastorno por déficit de atención» repito en mi mente, y me quedo unos instantes pensativa. Dios, puede que Fer tenga efectivamente algo, y yo tachándole de mal hijo.

—Pues no, la verdad es que nunca se lo he comentado— respondo.

—Pues harías bien. A lo mejor no es nada, pero si tanto te supera, es mejor que le valoren.

«Que le valoren». Pues sí, se lo tendré que comentar a Mercedes, su pediatra. Mañana mismo pediré cita. Quizá todo se solucione. ¡Claro, Mercedes! Ella sabrá ayudarme, ¿cómo no se me había ocurrido?

Inspiro fuerte el aire cargado de polen. Se está empezando a hacer de noche, pero para mí ahora el sol brilla un poco más.

Publicados
Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

1 Comentario

Deja un comentario

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: