Penitencia

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—Ella dice que ir todos los días es la única forma que tiene de sentirse medianamente bien— dijo Jorge—. Que si pasa más de un día sin ir, la vida se le hace insoportable. Que qué menos.

—No sé. Yo insisto en que quizá deberíais ver a un profesional. ¿Para qué crees que están los psicólogos? Está claro que no lo ha superado. Yo entiendo que es un palo, pero joder, es que ya han pasado casi cuatro años. Está dejándose todas las tardes de su juventud en un cementerio, visitando a una persona que ni siquiera llegó a existir. Y ya de paso, amargándote a ti. ¿Por qué aguantas tanto?

Jorge guardó silencio unos instantes. El reloj de la sala de estar dio las seis. Hacía casi dos horas que Elena se había ido al cementerio. Incapaz de soportar otra tarde en soledad, él corrió de nuevo a refugiarse en casa de su hermana mayor. El sol se iba cayendo pared abajo. Con el cambio de hora, las tardes compartían reinado con las noches. Igual que la vida desde que su único hijo, nacido muy prematuramente a causa de una infección intrauterina, había fallecido en una oscura incubadora a los tres días de vida. Luz pugnando por prevalecer sobre las tinieblas. Jorge mirando al futuro. Elena, su mujer, anclada en un pasado que ya no tenía solución.

—Sí llegó a existir. Vivió tres días, pero existió— Jorge levantó la mirada y replicó a su hermana con expresión ceñuda—. Y durante casi seis meses fue una ilusión que nos llenó de alegría.

—Vale, Jorge, no te sientas atacado. No quise decir eso. Pero coño, estarás de acuerdo conmigo en que ya va siendo hora de cerrar el capítulo y mirar hacia delante. Aún sois jóvenes, podríais tener más hijos. ¿Es que no lo habéis hablado?

—Cada vez que intento sacar ese tema, tengo una discusión asegurada. Mejor no hacerlo. Y sí, yo quiero cerrar el capítulo, pero no puedo, Clara. No puedo. —Se cubrió el rostro con ambas manos, y empezó a sollozar. —No puedo, porque la persona a la que quiero se pasa la vida planificando misas en memoria del bebé, gastándose la mitad de mi sueldo en flores para el cementerio, y celebrando cada cumpleaños con una fiesta con tarta, velas y amigos imaginarios. Me hace cantar el cumpleaños feliz, fingir que es el día más feliz de nuestras vidas. Y si no lo hago, se pone hecha un basilisco y me dice que no quiero a nuestro hijo. Ya no sé qué hacer, Clara. No sé qué hacer.

Clara abrazó a su hermano. Ambos permanecieron largo rato así, en un hatajo de sollozos y brazos enganchados. Cuando Jorge se hubo tranquilizado, siguió hablando.

—Incluso me ha insinuado que quiere hacerse una histerectomía. Que por qué no se la hicieron cuando nació el niño. Que no entiende por qué ella sigue teniendo útero. Porque claramente su útero es el culpable de expulsar a su hijo demasiado pronto. Y que ninguna infección uterina va a matar a más niños. Ya le he dicho lo del psicólogo, pero ella insiste en que debería de ir al ginecólogo a que le quiten el útero. Lo ve como un arma asesina. Así que ya prefiero no sacarle el tema.

Clara miró entre suspiros a través de la ventana. La noche otoñal había ganado la batalla al esquivo sol de noviembre. Se levantó a encender la lámpara, y musitó:

—Jorge, esto que me estás diciendo es muy grave. Creo que, llegados a este punto, sólo tienes dos opciones. O consigues que Elena se trate, porque claramente no está bien, o te alejas de ella. Eso, o te acabará arrastrando en su locura. Insisto: ¿por qué aguantas tanto?

—Porque la quiero— musitó Jorge, cerrando los ojos.

***

Entretanto, Elena miraba su reloj de pulsera. Faltaban diez minutos para las siete de la tarde, hora a la que cerraba el cementerio en época de otoño-invierno. La pequeña tumba de su malogrado bebé refulgía con un brillo níveo, reflejando los últimos rayos de sol crepuscular. Las copas de los cipreses cimbreaban al compás de una ligera brisa que siempre soplaba a esa hora. Gorriones piaban apurando sus vuelos, buscando abrigo para pasar la noche. Ya no quedaba nadie en el camposanto.

Con movimientos gatunos, Elena tiró el agua del cubo, escurrió las bayetas con las que había limpiado el mármol de la tumba, y las echo dentro. Miró por última vez la sepultura, y susurró:

—Buenas noches, hijo. Mañana a la misma hora estaré aquí.

Todavía permaneció unos instantes contemplando el sepulcro. Finalmente, comenzó a caminar con pasos lentos, balanceando el cubo con las bayetas en su mano derecha. Antes de salir por la puerta, dirigió una última mirada al lugar donde estaba sepultado su bebé, y se secó una lágrima que comenzaba a resbalar por sus párpados. Reprimió el impulso de volver junto al niño, pero a pesar de ello, se sintió satisfecha.

Era muy duro, más de lo que nunca hubiera imaginado, pero estaba cumpliendo su penitencia de forma sobresaliente. Nadie podría reprocharle que, al menos, le estaba dando una buena muerte a su hijo.

Publicados
Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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