Han pasado más de diez años, y aún recuerdo aquel día como si lo llevara grabado a fuego en mi memoria.
Era el verano de dos mil once. Habíamos decidido ir de vacaciones a Tenerife, y nuestros padres accedieron —no sin ciertas reservas— a pagarnos el vuelo y el hotel. Ninguno habíamos salido apenas de León. Para nosotros, ese viaje era como una especie de ritual de paso, de iniciación a la vida adulta. En septiembre, cada uno nos iríamos a una universidad diferente a estudiar las carreras que habíamos escogido, y nuestros encuentros iban a ver mermada su frecuencia irremediablemente.
La tarde en que todo empezó, estábamos en una playa de arena negra. El sol comenzaba a declinar, su luz amarilla lo bañaba todo a través de una ligera bruma que flotaba sobre el mar. Un aire tibio, impregnado de salitre, acariciaba nuestras pieles, ávidas de experiencias nuevas. Dentro de nuestros estómagos, se disolvían los monguis que había traído Cristofer, y que nos habíamos comido unas horas antes. Aparentemente, a ninguno nos habían producido el menor efecto. Todavía. El Teide nos miraba desde arriba, testigo mudo de aquel presente lleno de expectativas.
Estaba tumbada en mi toalla, boca abajo, con los ojos entrecerrados. De fondo, escuchaba a Alba discutir con Adrián sobre la necesaria liberación sexual de las mujeres, y de cómo era imprescindible que esa tendencia continuase en el futuro. «Sólo así se alcanzará la igualdad real», decía, con tanto fervor, que hasta yo empezaba a creérmelo.
A mi derecha, Soraya y Rubén hablaban a media voz. Me llegaban palabras sueltas sobre algo relacionado con el piso que pensaban compartir en Oviedo, sobre precios y zonas que me sonaban de oídas, de cuando mi hermano mayor y sus amigos iban a las fiestas de San Mateo, algo que yo pensaba empezar a hacer aquel mismo año.
Cristofer y Ángel, un poco más lejos del resto del grupo, dormitaban como yo. Alguno de los dos tenía el reproductor del móvil encendido, probablemente Ángel, a juzgar por el grupo que sonaba mezclado con el rugido de las olas: “Héroes del silencio”.
Cansada de notar las pequeñas excrecencias de la arena clavándose en mi abdomen, me incorporé y miré al horizonte. Me sentía anestesiada, todo el entorno me llegaba de forma apagada, sorda, como si estuviera dormida. Notaba una especie de placer relajado, que se estropeó levemente al cruzar por mi mente el pensamiento de que en cualquier momento sonaría el despertador y me tendría que levantar para ir al instituto. Pasé varios minutos enfadada, incómoda por esa posibilidad y su certeza absoluta. De pronto recordé que no era así, eso no iba a ocurrir, estábamos en agosto y todo era perfecto. Las notas de “Maldito duende”, que sonaba en aquel momento, empezaron a danzar claramente ante mis ojos. Fractales de colores que aparecían por la izquierda, se desdoblaban, flotaban unos segundos y se iban por la derecha. Algunos se hinchaban y deshinchaban al compás de las notas, componiendo una figura que contenía la letra de la canción. Nunca antes había experimentado así la música. Me pareció tan bonito, que tuve que resistir la tentación de pedirle a Ángel que volviera a poner la canción una vez ésta hubo acabado. Pensé en los monguis, y me sentí tan agradecida a aquellas setas que podían conseguir ese maravilloso efecto, que una lágrima empezó a resbalar por mis mejillas. El viaje continuaba. Lo siguiente que experimenté fue un silencio absoluto, como si de golpe alguien hubiera pulsado el botón “mute” del mando. Sentí que era una actriz, que mi persona no era yo realmente, sino un personaje de una película. Todos mis amigos eran también actores. De repente, el placer se trocó en inquietud al ser incapaz de reconocerme, de saber quién era, y cuál era la verdadera vida. El momento siguiente no existía, ya que tenía la absoluta convicción de que si movía un solo músculo de mi cuerpo todo desaparecería y me vería en un plató de televisión. Me quedé muy quieta, como paralizada. «No soy yo. No soy yo. No soy yo. No soy yo». Tres palabras que se repitieron a través de un altavoz que alguien había colocado en la playa, y que llevaba ahí desde no sabía cuándo. Sólo se oía eso. Nada más. Tuve miedo, y me concentré en salir de esos pensamientos mirando al sol, que cada vez estaba más próximo a la línea del horizonte. Entonces, lo vi claramente: el sol y el mar se amaban, se intentaban abrazar, cada vez estaban más cerca el uno del otro. Todo el mundo era amor, la naturaleza era amor, los humanos éramos amor. Si existía alguna razón de ser de la vida, esa razón era el amor. Volvía a escuchar. Mis amigos se habían quedado en silencio, inmersos en sus propios viajes, y únicamente oía el resto de sonidos de la playa: olas, brisa, niños riendo, gente hablando, la música del móvil de Ángel.
Y entonces, ocurrió: dejé de ver a todas las personas que me rodeaban.
Sólo era capaz de percibir sus sueños inconfesables, sus miedos, sus aspiraciones, sus amores, sus desamores, sus noches de insomnio y sus millones de preguntas sin respuesta.
Este mar de emociones era una especie de niebla que flotaba por encima de sus cabezas y modulaba sus expresiones faciales y sus pasos en aquella playa. Y la niebla penetró, de alguna manera, dentro de mí, todo se entremezcló en mi interior, como se mezclan los licores en una coctelera. Ya no era capaz de distinguir qué pertenecía a quién, sólo supe que debía hacer algo con todo ese conocimiento que había adquirido sin buscarlo, sin pretenderlo. En esa etapa tan temprana de la transformación, ya podía intuir que lo más difícil iba a ser adivinar qué debía hacer, y cómo. Pero ellos estaban ahí, esperándome, de alguna manera el cosmos había decidido que debía ser yo quien iluminase sus plomizas oscuridades. De manera que no podía quedarme quieta. Y comencé a buscar. Decidí empezar por mí misma, porque, muy probablemente, la respuesta estuviese más cerca de lo que pensaba.