Lavar y peinar

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—Nena, ¿qué te pasa? ¿Hoy tienes el día malo otra vez? — preguntó Carla cuando hubo cobrado a la última clienta. La peluquería se había quedado vacía.

Mireia se dejó caer en uno de los sillones del lavacabezas. Varios de sus mechones rubio platino se habían deslizado fuera de su enorme moño. Hizo ademán de apartárselos de la cara, pero sus grandes uñas postizas, lacadas de púrpura, se enredaron con uno de sus pendientes de aro, y con el desafortunado gesto, se lo arrancó de la oreja. El aro rodó por el suelo, yendo a parar en el pelo que aún yacía sin barrer en las baldosas. Mireia resopló, y se cubrió el rostro con ambas manos.

—Vas a correrte toda la pintura que llevas en los ojos— dijo Carla—. Anda, destápate la cara, y cuéntame qué te ha pasado esta vez.

—¡Déjame en paz! — gritó Mireia. —¡Tú eres igual que todos! ¡Os importo una mierda!

—¿Por qué dices eso, nena? Claro que me importas. Me importa tu bienestar porque trabajas en mi peluquería, y si no estás bien, no haces bien tu trabajo. Ambas perdemos. Nunca te he tratado mal, no sé a qué vienen esos arrebatos.

—¿Lo ves? Sólo te importo por el trabajo. Por mí misma, como persona, como si me atropella un camión, ¿verdad?

—No entiendas lo que quieras. Yo no he dicho eso. Siempre te he apoyado, y lo sabes. Venga, cuéntame qué te pasa. Tienes diez minutos, antes de que venga la próxima clienta.

Mireia se destapó, se sacó un kleenex de su generoso escote, y se limpió una lágrima que empezaba a resbalar por su cara. Un surco de rímel negro se dibujó en su mejilla. Volvió a soplar, antes de seguir hablando.

—Marcos me ha dejado. ¡Eso me ha pasado! ¡Es un cabrón de mierda! ¡Sabía que no tenía que haberme liado con ese imbécil!

Carla contempló sorprendida a Mireia.

—Pero cariño, si el otro día me contaste que estabais súper bien, y que era el amor de tu vida. ¡Que pensabas casarte con él!

—Bueno, pues parece que él no pensaba lo mismo. ¡Está claro! ¡No me mires así, joder!

—Es que me he quedado helada, nena. ¿Y ahora qué vas a hacer con el tatuaje?

Mireia se miró la pantorrilla derecha, donde un enorme MARCOS, tatuado con letras entrelazadas con un complejo diseño de ramas y floripondios, aún escocía, pues no estaba del todo cicatrizado, y volvió a sollozar. Carla se sentó a su lado, y rodeó los delgados hombros de Mireia con su brazo.

—Venga, bonita, no te pongas así. Todo tiene solución. Seguro que se pueden esconder las letras. Con otro dibujo, con más flores, lo que sea.

—Quiero pillarme una baja. Estoy harta. No puedo con todo.

Carla separó su brazo, y miró de nuevo sorprendida a Mireia.

—Pero cariño, ¿y qué hago yo? No puedes dejarme sola de un día para otro. ¿No crees que trabajar te vendrá mejor para superar la ruptura?

—¿Lo ves? ¡Sólo te importa el trabajo de los cojones! ¡Que yo me encuentre como el culo, te la suda!

Carla suspiró. Se le empezaba a terminar la paciencia.

—Para que te den una baja, que yo sepa, debe haber un motivo médico. Y creo que todos los médicos a los que has consultado por tus miles de dolores, esos médicos que te han hecho millones de pruebas, no te han detectado nada, ¿no?

—Bueno, esa es otra. ¡Pienso denunciarles! ¡Estoy fatal, y con esto sólo voy a estar peor! ¡Ojalá me muriese! A lo mejor así todos os arrepentiríais de lo mal que me habéis tratado.

—Nena, vale ya. No quiero escuchar más tonterías. Lávate la cara, y barre el suelo. O eso, o no te cogerás la baja, porque seré yo quien te eche. ¿Quieres tener un problema de verdad? A ver quién te paga todas tus pinturas, tintes, manicuras, ropas. Y la comida, el alquiler del piso… ¿Es que quieres vivir en la calle?

Mireia miró unos instantes a su jefa, en los que barajó sus opciones.

—Gilipollas— masculló entre dientes, y se alejó taconeando a por la escoba.

La puerta de la calle se abrió con un rechinar de bisagras. La siguiente clienta saludó alegremente a Carla, que acudió servicial a recoger su abrigo.

Publicados
Categorizadas como Historias

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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