20 de diciembre de 2021
Hoy por fin me he decidido a visitarle.
Llega la Navidad, y aunque sentía que tenía una losa en los zapatos que pesaba cada vez más a medida que me acercaba, debía hacerlo. Posponer lo inevitable empezaba a ser más duro que afrontar la realidad.
Ya sé lo que vas a decir: lleva cuatro meses en prisión preventiva, es tu hermano, por mucho que lo que ha hecho sea deleznable, la sangre es la sangre.
Vale, tienes razón, pero todo esto ha sido demasiado para mí, y aunque en el fondo de mi alma siempre he sabido las respuestas de las preguntas que todo el mundo se hace, a pesar de que creo que estoy en camino, todavía no he terminado de digerirlo. Aún no.
Verle detrás de ese cristal, oír su voz metálica a través de un interfono, sentirle a miles de kilómetros, aun a pesar de tenerle al lado, ha producido un verdadero terremoto en mis emociones. Mi hermano mayor. El que me defendía de pequeña de los malos del barrio. ¿Qué podría decirle? Yo, la pequeña, la que nunca sabía nada de la vida, la inocente, la que siempre ha vivido con un pie en las nubes. ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Hemos hablado durante diez o quince minutos, antes de que un funcionario se lo llevase otra vez. Un estremecimiento ha recorrido mi espalda al ver sus ojeras, su pelo largo y ralo, sobre el que brillaba alguna cana más de las que recordaba, y sobre todo, los huesudos hombros, que traspasaban una camiseta fina y sucia. «La próxima vez que venga, le traeré ropa, cosas de aseo y algo de comida». He intentado sacudirme la culpa de encima, sin demasiado éxito. Ya no he sido capaz de detener el tembleque que me ha entrado. Notaba frío, aunque mis manos sudorosas se empeñasen en decirme lo contrario. Y la lucha conmigo misma, para que él no notase mi voz tartamudear, eso ha sido de lo peor. «Tienes que mostrarte firme, tiene que ver que fuera aún tiene baluartes».
Me ha preguntado por mamá, por papá. «Bien, bueno, ya sabes, llevándolo como pueden. Ya son mayores, estas cosas nunca sientan bien». Luego hemos hablado de su hijo, que no entiende nada y echa de menos a sus padres. Me ha mirado con la boca contraída en una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero la tristeza le ha delatado volando de sus ojos, y se me ha clavado en el corazón. «Es como si tuviera la pena almacenada en esas enormes ojeras negras», pensé, y ahogué un sollozo.
Después de unos segundos en silencio, mirándonos a través del cristal, la luz de la ventana a su espalda proyectando su sombra en mi cara, ráfagas de copos de nieve dibujando trayectorias caprichosas en las asépticas paredes de la estancia, la vida deteniéndose por un instante, de repente, ha arrancado a hablar. Me he arrebujado en mi abrigo, quería hacerme pequeña y desaparecer. «Eres una egoísta. No eres tú la que está entre rejas, imbécil. No eres tú la que ha destrozado su vida. Deja de sentirte como si alguien te debiera algo».
—Tenía que hacerlo, Sonia. Eso no era vida. ¿Sabes lo que es levantarte día tras día sabiendo que hay otro tío durmiendo en tu cama, duchándose en tu ducha, viendo el fútbol en tu sofá, haciendo planes con tu mujer y tu hijo? ¿Sabes lo que es encontrártelos en el barrio y que se burlen de ti, haciéndote la peineta y descojonándose en tu cara? ¿Ver a tu hijo cada vez más lejos de ti, porque el que mola es el otro, que le compra todo lo que quiere? ¿Todo eso mientras tú todo lo que puedes hacer es deslomarte a trabajar en tres trabajos, aguantando a jefes gilipollas, para pasar la pensión de alimentos? ¿Viviendo en un cuchitril de treinta metros cuadrados, porque no puedes pagar otra cosa? ¿Sin futuro, sin esperanza, viendo cómo tus días se van por el retrete? No Sonia, no podía permitirlo. Prefiero pudrirme aquí, y por lo menos vivir tranquilo. Lo tenía todo pensado. Por eso lo hice y me entregué. Era exactamente la única salida que tenía: coger mi escopeta de caza y volarles los sesos a los dos. No te preocupes. No voy a daros más problemas. Sabes que nunca he sido de dar problemas a nadie. Siempre le he puesto las cosas fáciles a los agentes y a los funcionarios. Quiero vivir dignamente lo que me quede de vida. Aunque sea aquí.
Tras finalizar su soliloquio, he levantado la mirada, y he visto una lágrima caer por su mejilla. Mi hermano mayor, siempre tan coherente. Tenía un nudo en la garganta, y un tsunami ha salido de mis ojos. Fuera, los copos seguían cayendo. Olía a comida, se oía de lejos ruido de cubiertos y trasiego de sillas. Un funcionario ha entrado y se ha señalado el reloj de la muñeca izquierda.
—Vendré pronto. Te traeré algo— balbuceé.
El funcionario le ha ordenado que se levantase. Me ha saludado con la mano, la misma mueca de antes en sus labios. Me quedé sentada mientras observaba cómo la sombra de mi hermano desaparecía tras la puerta, que se cerró tras él con un ruido de pesados cerrojos.