«Medianoche en el Blue Lagoon Café Bar.

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Los camareros ya se han ido, después de barrer el suelo, limpiar las mesas, meter la basura en bolsas y cerrar la puerta al salir.

En el local, cerrado y a oscuras, la máquina de café se enfría, desenchufada de la corriente. Cada pocos minutos, el cromo de la superficie suelta un «clic» audible. En el escurridor se forman charcos de agua tibia alrededor del borde de tazas y vasos, puestos a secar boca abajo.

Han barrido el suelo, pero no muy bien. Debajo de la mesa cuatro hay una corteza de focaccia que se le cayó a un turista de Maine; alrededor de la puerta han quedado trocitos de hojas secas, de los plátanos de Soho Square.

En uno de los pisos altos del edificio se oye un portazo, unas voces amortiguadas y el ruido de unos pies que bajan las escaleras rápidamente. Parece que el café preste atención. Los vasos secos de los estantes vibran y entrechocan, reaccionan al estímulo de los pasos. El metal de la máquina de café se contrae y hace «clic». Del grifo cae una gota de agua, se estrella contra el fregadero y se va por el desagüe. Los pasos avanzan por el pasadizo que recorre la parte exterior del café, la puerta de la calle se cierra de golpe y sale a la acera la chica que trabaja arriba de noche.

Va y viene por la acera, de un lado al otro de la puerta cerrada del Blue Lagoon; va y viene, va y viene, con sus botas tobilleras rojas que esconden una navaja en el tacón. Pisa una y otra vez la losa en la que Innes abrazó por primera vez a Lexie, en 1957, baja el bordillo desde el que Lexie intentaba parar un taxi que la llevara al hospital, se apoya un momento en la parte de la pared en la que Lexie e Innes posaron para la fotografía de John Deakin un miércoles nuboso de 1959. Y justo en el sitio en el que la chica de arriba apaga el cigarrillo es donde, en días húmedos, se puede ver el contorno desvaído de unas letras que dicen «e l s e w h e r e», aunque seguramente nadie se fija, y si alguien se fijara, no sabría por qué.

La chica tira la colilla al sumidero, abre la puerta y desaparece.

Sus pasos estremecen los vasos de los estantes, los saleros de las mesas e incluso la silla de la ventana, que tiene una pata más corta.

Después, el café se queda en silencio, la máquina está fría; las tazas, en medio del charquito de agua; la corteza de focaccia, quieta, de lado, en equilibrio. En una mesa ha quedado una revista abierta por una página cuyo titular dice: «Guía para convertirse en otra persona». Un saco de café en grano descansa, vacío, contra la barra. Una bicicleta pasa por delante de la ventana, el haz del faro hace eses por la calle oscura. Fuera, el cielo está negro como la boca del lobo, con una pátina anaranjada. El frigorífico, como si notara la calma nocturna, se estremece obedientemente y se sume en el silencio.

Un leve soplo de aire tira al suelo una lata de refresco de la papelera pública y la lata rueda hasta el sumidero. Un coche de policía pasa con calma por Bayton Street, la radio cruje y chirría. «Dos hombres… en dirección sur… —dice a trompicones— … disturbios en Marble Arch».

La Tierra sigue girando. El cielo ya no está negro como la boca del lobo, sino de un azul de cinco brazas de profundidad, que se va licuando lentamente en un gris lechoso, como si la calle, todo el Soho, ascendiera hasta la superficie del mar. La chica de arriba se va. Se ha cambiado las botas rojas por unas zapatillas deportivas, ha cerrado la puerta, se ha abotonado el abrigo. Mira a ambos lados de la calle y se pone en marcha hasta Tottenham Court Road.

A las seis de la mañana, un anciano con traje se acerca andando por el centro de la calle con un paso irregular, cojeando. Lleva un perrito al final de una correa morada de cuero. Se detiene frente al Blue Lagoon. El perro lo mira sin comprender y se pone a tirar de la correa. Pero el hombre sigue mirando el café. Tal vez viene aquí de día, o tal vez sea uno de los pocos que se acuerda de que allí estaban las oficinas de elsewhere; a lo mejor iba con Innes a tomar copas en los bares de alrededor. O tal vez no. Tal vez solo le recuerde a otro lugar. Reanuda el paso y enseguida desaparece por la esquina con el perro.

A las ocho en punto llegan los empleados del café: primero una mujer, que abre el cerrojo, enciende las luces, enchufa la máquina del café, abre el frigorífico para comprobar el estado de la leche. Un cartel se ha caído y vuelve a colgarlo en la pared. Después llega un camarero, que llena un cubo de agua y se pone a fregar el suelo con la fregona. Él tampoco da con la focaccia.

Y a las nueve menos cuarto en punto llega el primer cliente del día, llega Ted».

La primera mano que sostuvo la mía, Maggie O´Farrell

Por Lucía González Rodiño

Comparto reflexiones e historias que quizá no se deberían compartir. Fragmentos de locura que apaciguan minutos. Ecléctica, porque cualquier cosa es susceptible de ser transformada en palabras. Y de la nada, puedes aprender de todo.

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